Wednesday, December 14, 2011
Tuesday, October 04, 2011
Thursday, May 13, 2010
I
Constreñir, al menos según la definición de la Real Academia (Obligar, precisar, compeler por fuerza a alguien a que haga y ejecute algo) no es algo muy distinto a obligar e incluso parece tener connotaciones aún más rígidas y rigurosas. Así las cosas uno debería considerar que no ha sido esa la palabra o al menos el sentido que ha querido plasmar Kant al establecer una diferencia y una particularidad en el efecto del mandato. Más allá entonces de un circunstancial problema de traducción trataré de analizar los alcances que propone Kant.
Presentar la oposición entre el mandato y las inclinaciones como un conflicto de intereses es abortar el desenvolvimiento de la razón. El obrar humano, como hecho o acto no debe quedar reducido a la eventual elección: la opción no es de ningún modo la expresión de la libertad, en todo caso, si la libertad sólo es concebida como esta facultad elemental, se deja fuera de juego el propio ejercicio de la razón. En cambio el acto es el resultado de la libertad que únicamente puede ser concebida como consecuencia de la toma de conciencia que constriñe, no a someter nuestras inclinaciones, sino a procesarlas e inscribirlas según la dialéctica de la razón en el orden de la ley, es decir del significante o del sentido.
Concebir el mandato como “prohibición” o “represión” es suponer que el mundo del hombre, lo social, es un producto enajenado del hombre, una suerte de plusvalía que le es expropiada, el resultado de su trabajo en el que ya no se reconoce, a la par que se ve tentado de alentar entonces un orden íntimo como más genuino y verdadero que la propia realidad. Por el contrario el hombre debe poder reconocerse en el mandato en tanto discurso social, resultado de su propio trabajo, no para someterse a él, sino para dar curso por su intermedio a su productividad/creatividad (poiesis) racional.
Vamos a recurrir a Hegel para servirnos de lo que en ajedrez podría ser el análisis de una posible continuación. Dice Hegel en su Filosofía del Derecho en la Sección 142 que: “la Ética es la idea de libertad, como bien viviente que tiene en sí su saber y su querer, y por medio de su obrar, su realidad, así como éste en el ser ético tiene su fundamento que es en sí y por sí y el fin motor; la Ética es el concepto de la libertad convertido en mundo existente y naturaleza de la conciencia misma.”
Sin que recurrir a Hegel implique necesariamente una línea ideológica de interpretación, me parece que en dicho párrafo queda bien formulada la cuestión: la libertad como síntesis del saber y del querer que, en tanto obrar, se constituye concretamente en el mundo existente.
Lo que hay que tener presente es que la constricción es consecuencia del obrar propio de la razón que introduce como sobredeterminación su propia crítica en tanto ejercicio de la libertad. Es decir, la constricción no es un hecho ajeno a la propia razón sino que es su propio resultado; y al mismo tiempo, no es posible, al menos lógicamente, pensar que la razón conciba, siendo ella en sí misma crítica, un momento donde quedará cancelada. La ley no está exenta de ser objeto de la crítica (o de la persuasión, como decían las Leyes en el Critón), es decir de un renovado ejercicio de la libertad.
Aunque no creo que el problema esté debidamente planteado, como si se tratara de una mera sinonimia entre constreñir y reprimir, si la ley constriñe a la libertad lo hace sólo como expresión de la propia libertad. La ley constriñe pero nunca anula la libertad sino que la obliga a la siguiente movida. Constriñe en todo caso como toda objetividad que se presenta como negación de mis posibles inclinaciones, pero sólo adquiere sentido y concepto en tanto será a su vez objeto del trabajo incesante de la libertad que no sólo ejercerá la crítica sino que se constituirá en la plataforma de lanzamiento de mis inclinaciones reformuladas según la representación de la ley.
El mandato no obliga a obedecer, el mandato es la introducción en la realidad de una sobredeterminación ejercida por la libertad, que no manda sino que provoca el reinicio de la práctica de la razón.
El objeto de la razón no son las inclinaciones sino sus propias representaciones/proposiciones y sólo sobre ellas se puede ejercer la libertad. De otro modo, sin los objetos de la razón no hay libertad posible porque quedaríamos reducidos al aturdimiento del determinismo natural.
La constricción pues, no es un mandato del orden de la determinación absoluta, sino el disparador de la dialéctica de la razón: si la hay, la única orden subyacente que verdaderamente constriñe según al definición de la Real Academia, podría formularse como el imperativo a someter el quehacer humano al ejercicio de la razón, esto es, inscribir la síntesis del saber y el querer en el orden del significante. Es esta certeza de sí mismo (reconocerse en la identidad con esa síntesis) lo que refunda incesantemente la libertad y el ejercicio de la razón.
II
Por otra parte Kant deja insistentemente en claro que ninguna experiencia puede dar lugar a inferir leyes apodícticas: “tampoco se podría hacer a la moralidad más flaco servicio que si se quisiese tomarla prestada de ejemplos.”[1] (…) “todos los conceptos morales tienen su sede y origen completamente a priori en la razón, y, por cierto, en la razón humana más ordinaria tanto como las más especulativa en grado sumo; que no pueden ser abstraídos de un conocimiento empírico y, por ello, meramente contingente.”[2]
En efecto parece que toda interpretación de la fundamentación kantiana tiende a recaer en la consideración de las leyes particulares como si fueran aquella de contenido apodíctico y a partir de ello reprocharle cierta inconsistencia sin tener en consideración que dichas leyes de contenido práctico, particular y contingente son ellas mismas la formalización de una inclinación contingente y de ninguna manera un ejemplo del imperativo categórico; lo que en cierto sentido viene a plantear la necesidad de una justificación filosófica que supere la instancia de un discurso vulgar.
Asimismo no habría que perder de vista que de las propias inclinaciones sólo se adquiere conciencia en tanto son formuladas en cierto orden simbólico, de modo que la dialéctica entre el orden natural y el de la razón ya está inscrita en el orden de la propia razón en tanto dichas contingencias suelen o tienden a ser reconocidas como derechos. Pretender que las inclinaciones estarían en una posición determinante, como que la razón es esclava de las pasiones, significa negar que estas pasiones desde que están reconocidas están ya formuladas en un orden (simbólico) de significación; o en todo caso negarle a la voluntad, en tanto razón práctica, toda entidad y eficacia en la construcción del mundo del hombre.
Kant de todas maneras confronta el orden necesario de la razón con las contingencias subjetivas y señala que existe un orden en el que la voluntad no actúa conforme a la razón, pero justamente allí es donde se pone de manifiesto que la obediencia de esta voluntad no se debe dar necesariamente.
Es posible que el propio Kant haya cedido terreno al tolerar cierta permeabilidad en el análisis y permitir que el imperativo categórico fuera ponderado a la luz de consideraciones vinculadas a contenidos contingentes de determinadas leyes objetivas. La institución de la ley penal, por ejemplo, puede pretender arrogarse la fuerza coercitiva y la justificación de la razón pura pero no hay que perder de vista que, por el contrario, el imperativo categórico no requiere nunca del ejercicio de la violencia que detenta el Estado para sostener la aplicación de las leyes objetivas.
Visto de otro modo, el único imperativo categórico es la inscripción en el orden simbólico de la ley del significante ajeno a todo contenido que pudiera referirse a cuestiones supuestamente determinadas por las pasiones. En última instancia esta sumisión a las inclinaciones lejos de instituir la preeminencia de cierta subjetividad o la reivindicación de ciertos derechos particulares, estaría condenando a la individualidad a la falta total de discernimiento y voluntad.
“Finalmente hay un imperativo, que sin poner por fundamento como condición cualquier otro propósito que alcanzar por una cierta conducta, manda esta conducta inmediatamente. Este imperativo es categórico. No atañe a la materia de la acción y a lo que se sigue de ella, sino a la forma y al principio de donde ella misma se sigue.”[3] Esta autorreferencialidad del imperativo categórico solo manda a que la razón se confronte a sí misma; el imperativo categórico manda al ejercicio de la libertad que se introduce en la práctica crítica.
[1] Kant, Immanuel; “Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres”, Editorial Ariel, S.A. Barcelona, pg 147.
[2] Idem; pg 153.
[3] Idem, pg 163
El pensamiento de Hume es abismal y por lo tanto insoportable (en el sentido que no tiene soporte). El escepticismo puede ser interpretado como nihilismo, pero como ejercicio metódico es necesario para el análisis, y una vez que expone las debilidades de los presupuestos que critica, propone el desafío de enfrentar el abismo de lo indeterminado. Hume no acepta estar obligado a optar por las polaridades que determinaron las discusiones escolásticas, considera que ambas conducen a errores.
El hombre no es un misterio ante el que fallan las teorías que no saben develarlo. Hume propone un hombre resultado de la interacción entre las afecciones y el entendimiento que se renueva incesantemente después de cada síntesis.
Preferiría considerar la teoría de Hume como un síntoma de la época. Compelido, según la impronta “científica”, a rever el contenido y los fundamentos del conocimiento escolástico tradicional, el análisis de Hume parece arribar a un extremo escéptico del que no queda exceptuado no sólo el ámbito metafísico sino la propia ciencia “newtoniana” fuertemente determinada por el principio determinista de la causalidad.
Hume llega al límite del pensamiento, uno podría decir que deja tácita la pregunta por la interdicción planteada por Parménides: que no se puede pensar el no ser. En efecto, Hume encarna un análisis dialéctico (si se quiere algo estilísticamente desordenado) que por la propia fuerza del análisis deja sin fundamento tanto a la ciencia como a la metafísica. Al no poder resolver el problema de la inducción más que negativamente se abre la posibilidad de la creatividad conjetural e hipotética. Interpretar creativamente las relaciones implica abrirse a las combinaciones y emanciparse del condicionamiento estricto de la ley natural.
Esta es la apertura de la mente del hombre que debe arriesgar sus hipótesis interpretativas para sobreponerse al mundo con un plus de creatividad dado por la inteligencia como herramienta no de desciframiento y explicación sino de creación.
A pesar, o justamente por su vocación analítica Hume pone en crítica la teoría newtoniana; la vocación científica sumada al análisis filosófico arroja sospecha sobre la construcción determinista de la física. El racionalismo no debería conducir a ninguna necesariedad, la crítica de Hume no es irracional, por el contrario es el ejercicio de la introducción de una escisión a partir de la libertad del pensamiento.
En este sentido la conjetura no necesariamente explica el mundo; la conjetura es la elaboración de un posible: el hombre no sobrevive gracias a su entendimiento del mundo sino gracias a sus artificios, no por aproximarse a la verdad sino por concebirla y producirla inteligente y racionalmente.
Ni la ciencia ni la metafísica que tiene ante si Hume dan respuestas, una y otra conducen a errores, pero esta crítica no es la última palabra, no es el escepticismo que eventualmente pudiera conducir a algún idealismo, sino que nos obliga al próximo paso racional e inteligente.
El hábito, tanto en ciencia como en metafísica, conduce a un comportamiento irreflexivo, a un determinismo que lejos de las certezas produce errores. Sin la crítica de Hume quizás no habría ni relatividad ni física cuántica.
Hume se enfrenta a los fundamentalismos que ofrecen una explicación del mundo, no puede admitir ninguna continuidad y deja abierta la necesidad de formulación de teorías por ruptura.
El escepticismo pretende eliminar el carácter de certidumbre que el sentido común (aquella cosa que según Descartes se hallaba mejor repartida) consideraba como fundamento del conocimiento, luego certeza y conocimiento ya no son lo mismo.
Por su parte la crisis pirrónica no implica un reconocimiento de límites; el infinito no es un límite pero si probablemente una amenaza en tiempos en que se trata de imponer entre el absolutismo y la constitución de los estados formas de gobierno que constituyan bases sólidas (bien fundamentadas y deterministas) y constrictivas de la voluntad del hombre, preocupadas por establecer un orden. Y en este contexto, aún vigente, es probable que la teoría de Hume resulte disonante. De qué manera conoce el hombre es determinante para resolver la cuestión política Si el pensamiento hubiera sido verdaderamente estimulado a vencer los “límites” hubiera comprendido las implicancias del infinito no como disvalor sino como un desafío. La noción de infinito no connota límite alguno, por el contrario nos expone a un vértigo: el escepticismo no es más que la constatación de que determinado tipo de conocimiento es fallido en su pretensión de certeza pero Hume no suspende el juicio, por el contrario despliega una explícita crítica.
Para Kant, Hume es un escéptico porque no reconoce conexiones necesarias, pero justamente esta observación hará necesario pensar que dichas conexiones son impuestas por el hombre y no están solo dadas por dios o por la naturaleza. En defensa del “escepticismo” de Hume sólo reitero que dicho escepticismo no es conclusivo, sino que es aperturista. Sin dicho escepticismo es imposible hacer la crítica que ensaya Hume dejando planteada para siempre la incógnita respecto de todo determinismo. Justamente Hume despliega sus juicios como resultado sintético del juego dialéctico entre las afecciones y el entendimiento y en cierto sentido Kant se debería reconocer antes que nada deudor de estas hipótesis.
Quizás sea cierto que a Hume le faltó reconocer la necesariedad de una ciencia formal, como esquema simbolizante de la naturaleza humana, pero creo que el esfuerzo de Hume es de por sí válido para dejarle a Kant la vía allanada para pensar en ese sentido. De otra manera, ni la ciencia newtoniana ni la metafisica escolástica podían permitir, mucho menos, semejante propuesta.
En consecuencia, deberíamos considerar la imaginación como trabajo superador (superar lo dado, las afecciones, como extensión de los límites del conocimiento, el conocimiento como resultado del trabajo de la fantasía) no es una negación del conocimiento: el conocimiento existe como trabajo de la imaginación. La asociación de ideas podría ser pensada como combinatoria: el espíritu construye un lenguaje que usa como significantes las afecciones, cuyos referentes y significados no son el objeto externo, sino sus propias construcciones: la imaginación produce hipótesis y conjeturas (ideas complejas).
No hay ciencia de la naturaleza que no sea observación de sus efectos en el espíritu. Como tampoco hay ciencia posible a partir de un espíritu solipsista. El trabajo de Hume contempla esta dialéctica y denuncia el fracaso de cualquier intento unívoco. En Hume coexisten dos puntos de vista: la pasión y el entendimiento, y la crítica apunta a denunciar la imposibilidad de constituir una ciencia si no se basa en el objeto como efecto, como el resultado de la interacción entre las pasiones y el entendimiento que una vez relacionados ya no son la misma cosa. Cuál es el objeto de Hume? El hecho es aquello que constituye al sujeto cuando afirma un juicio superador de la idea, de lo dado. Sumado a que este producto no puede ser causa de ninguna afección, que no se constituye en idea, el hombre no tiene idea de si mismo, un si mismo que además es un efecto que se renueva y cambia con cada nueva síntesis.
Sunday, April 04, 2010
Salta a la vista una comparación espontánea entre Sócrates y Jesús sentenciados por la justicia del hombre. La reflexión intuitiva nos propone la certeza evidente del error humano procediendo, con sentencias irremediables, a ejecutar hombres sabios y justos. Sin embargo la analogía no es completa porque como veremos la actitud ética y política de Sócrates no es la misma que la de Jesús.
En el Critón, Platón relata la discusión que sostiene Sócrates para negarse a aceptar la ayuda que se le ofrece para escapar y salvar su vida. Su argumento es que si salva su vida escapando de la ley ateniense estaría en un error, el error de negar la ley que ha sido lo que durante toda su vida ha pretendido defender: para Sócrates la ley del hombre está por encima de su propia vida. Siendo la ley la máxima expresión de la razón, nada puede estar por encima.
No es el caso de Jesús, que se somete a la ley del hombre como sacrificio, para denunciarla como un error y poner por encima la ley del padre con toda la autoridad necesaria para cuestionar e impugnar la terrenal.
El mandato iluminista, “obedece así podrás razonar tanto como quieras”, está presente en la ética socrática, contrariamente al ejemplo de Jesús que procura poner en entredicho la posibilidad que la ley humana sea todo lo justa que se pretende: el hombre no será libre bajo la tutela de la ley terrena, deberá mantener un estado de objeción de conciencia inquebrantable frente a dicha justicia que no es garantía de emancipación.
Jesús parece encarnar una crítica postmoderna avant la lettre, presenta una clara denuncia contra los monstruos de la razón y justifica el ejercicio de la crítica en legítima defensa.
Así las cosas, el argumento cristiano acaba siendo diametralmente opuesto al socrático, uno y otro se inmolan por razones diferentes, uno a favor de la ley humana otro en flagrante subversión. Aún queda por dilucidar si todos los actos deben ser judiciables por la ley del hombre o por la ley del padre, o si hay un ámbito de libertad que es trascendente a la ley, si la libertad es únicamente tributaria de la ética o si la ética y la política son ellas las subsidiarias de la libertad.
La discusión no debería quedar ingenuamente trabada en torno de la opción por una ley u otra, la libertad bien entendida no se restringe a la capacidad de decisión; la polaridad bien observada no hace más que anunciar tácitamente la existencia de un mundo que comprende las contradicciones y resulta por tanto superador.
Monday, March 08, 2010
Un comentario referido a una cuestión si se quiere menor, como es el problema semántico sobre el uso del término “presidente” y si corresponde o no alguna corrección según el género.
Está claro que el término “presidente” alude a un cargo, y como tal a una función; y como tantos otros sustantivos no reconoce una declinación por el género. La lluvia es femenina y no hay agravio alguno para la masculinidad porque no hallemos manera de llamarla de un modo masculino.
Diferente es el caso cuando adjetivamos un sustantivo… si de lluvia adjetivamos lluvioso, correctamente podremos decir que el día es lluvioso como la tarde ha sido lluviosa. El adjetivo se ajusta a la forma del sustantivo.
De allí podemos inferir que la forma “presidenta” resulta de una adjetivación del sustantivo.
Y si esto es así, el ajuste al género conlleva una desnaturalización… ya no hablamos de un sustantivo sino de un adjetivo.
Si bien puede ser válido el esfuerzo por reparar algunas injusticias nunca hay que perder de vista que ese esfuerzo no implique un deterioro en el orden significativo.
Si Cristina Fernández quiere ser llamada “presidenta”, gramatical y semánticamente estaríamos haciendo uso de un adjetivo que califica al sujeto C.F. con lo que queda más que claro que la preeminencia recae sobre el sujeto. Así pues, si no queremos desnaturalizar el cargo, no puede haber una tal “Señora Presidenta”, salvo que se nos ocurra que tal cargo es sólo una adjetivo calificativo, una accidentalidad en la persona.
En este caso, el cargo debería ser más trascendente que la persona y no debería ser modificado o desnaturalizado por las particularidades de quien lo inviste, salvo que alguien quiera pensar que la persona está por encima, pero de todos modos también sabemos que un adjetivo sólo alude a la accidentalidad, a la contingencia del sustantivo y nunca a su esencia.
De un sencillo análisis gramatical quizás se puedan extraer algunas observaciones no sólo psicológicas sino también institucionales.
Según se desprende de lo que venimos diciendo la institución, el cargo, tiene la trascendencia que no tiene la persona que lo ocupa y no puede (o no debería) ser modificado por ninguna cualidad por singular que ésta sea… Sin embargo, a la luz del esfuerzo que se pone en torcer la gramática (o la realidad?) una mirada desde el punto de vista del sujeto nos hace sospechar que lo trascendente es la persona, que la historia institucional de Argentina se verá una vez más caracterizada por las personas que desempeñan el cargo y no por la entidad de su propia institucionalidad.
O que la vanidad de la “Presidenta” lo tiñe todo desde su subjetividad.
Wednesday, December 03, 2008
cuestión de la escritura
en el
Fedro de Platón.
I.-
Cuando anhelamos frente a la superficie de una página en blanco que la verdad nos salga al encuentro, lo que adviene es la escritura: ninguna razón, sólo un hacer, ningún sentido, sólo fuerzas y energía encaminadas por una técnica. La escritura es una producción que no necesariamente tiene vinculación con verdad alguna, sin embargo será su desorden, su arte combinatoria, su serie anagramática o, mismo, en algún momento, su propia autorreferencialidad, los que, como posibilidad de generar sentido, mantengan en vilo las tensiones y las fuerzas en juego durante su producción.
Un mundo en expansión está, incesantemente, enfrentándose en los confines, con la novedad. El mito dice que Prometeo era en verdad el más sabio de su raza, no sólo creó al hombre; con la ayuda de Atenea le enseñó la arquitectura, la astronomía, las matemáticas, la navegación, la medicina, la metalurgia y otras artes útiles , sino que a veces suplicante y otras veces con atrevimiento (como cuando roba el fuego), supo protegerlo y mantenerlo a distancia de Zeus (que había decidido extirpar a toda la raza humana irritado por sus crecientes aptitudes y facultades) .(Cf. Robert Graves, Los Mitos griegos T. 1, pg 165. Ed. Losada, Bs.As 1967).
II.-
Y si de invenciones o técnicas se trata, así nos refiere Platón, con un mito, la invención, entre otras artes, de la escritura:
“Me contaron que cerca de Naucratis, en Egipto, hubo un dios, uno de los más antiguos del país, el mismo al que está consagrado el pájaro que los egipcios llaman Ibis. Este dios se llama Teut. Se dice que inventó los números, el cálculo, la geometría, la astronomía, así como los juegos del ajedrez y de los dados y, en fin, la escritura. El rey Tamus reinaba entonces en todo aquel país, y habitaba la gran ciudad del alto Egipto que los Helenos llaman Tebas egipcia y que está bajo la protección del dios que ellos llaman Ammon. Teut se presentó al rey y le manifestó las artes que había inventado, y le dijo lo conveniente que era extenderlas entre los egipcios. El rey le preguntó de qué utilidad sería cada una de ellas y Teut le fue explicando en detalle los usos de cada una; y según que las explicaciones le parecían más o menos satisfactorias, Tamus, aprobaba o desaprobaba. Dícese que el rey alegó al inventor, en cada uno de los inventos, muchas razones en pro y en contra, que sería largo enumerar. Cuando llegaron a la escritura: “¡Oh, Rey! –le dijo Teut- Esta invención hará a los egipcios más sabios y servirá a su memoria, he descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y retener. Ingenioso Teut, respondió el rey, el genio que inventa las artes no está en el caso de la sabiduría que aprecia las ventajas y las desventajas que deben resultar de su aplicación. Padre de la escritura y entusiasmado con tu invención, le atribuyes todo lo contrario de sus efectos verdaderos. Ella no producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria sino de despertar reminiscencias y das a tus discípulos la Sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios y no serán más que ignorantes en su mayor parte y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida.”(Platón, Fedro)
Nos ocuparemos entonces de los comentarios que le merece a Sócrates/Platón el tema de la escritura en particular, en el Fedro.
III.-
El Fedro nos propone una trama de íntimas relaciones temáticas que, sin duda, responden al rigor metodológico de la dialéctica platónica. Sin perjuicio de atender a cada una de sus partes en forma independiente, el discurso en su totalidad puede ser interpretado como una exposición ejemplar según la opinión de Platón sobre cómo debe tratarse un tema para no incurrir en falsedades o pensamientos alejados de la verdad.
La temática del Fedro aborda el amor, la belleza, el alma y la retórica, pero todos esos temas articulados están organizados de tal modo que constituyen un tratamiento dialéctico ejemplar. El análisis de cada tema le servirá a Platón como desarrollo necesario para alcanzar la síntesis dialéctica.
El método dialéctico requiere distinguir mediante definiciones y comparaciones, semejanzas y diferencias no sólo entre el objeto en cuestión sino también entre los términos de las premisas (confrontar los discursos): definir el objeto (el amor) y considerar el alma al que se dirige el discurso, de tal modo de poder argumentar con fundamentos verdaderos que se sostengan en los conceptos paradigmáticos que se hallan en el Sumo Bien.
Hay una transición valorativa que va de los primeros discursos del diálogo que contenían juicios condenatorios contra el amor, al segundo discurso de Sócrates y a la conclusión donde se enaltece el amor a la sabiduría, hermanándolo mancomunadamente con el mismo guión del diálogo, con el tema principal: el método dialéctico y el repudio de la retórica. El amor ha operado como alegoría del tema central, porque es el mismo amor que se debe a la sabiduría.
La tercera parte del diálogo está constituida por la conclusión a la que se arriba después de confrontar los argumentos de los dos primeros discursos y los contra-argumentos del último discurso de Sócrates. La conclusión versa entonces sobre la retórica: cómo determinados discursos aluden solo por verosimilitud y esquivan a la verdad; el arte retórico debe ser más que una mera técnica y no debe excluir el tratamiento del verdadero conocimiento.
Platón expone como síntesis dialéctica las diferencias entre el procedimiento retórico y el dialéctico. El primero aparece vinculado a la doxa, supone una forma de conocimiento que carece de modelo formal, de tal modo que sus métodos informales comparan los términos en discusión basándose en la verosimilitud, reproduciendo con esto solo una copia del paradigma. El procedimiento dialéctico, en cambio, aparece relacionado con el conocimiento de la forma general del discurso y por lo tanto con la verdad del paradigma postulado como más adecuado, permitiendo deducir premisas que además de probables sean plausibles y generalizables
La dialéctica debe prevalecer sobre la retórica en función de un beneficio social: la importancia de trasmitir una verdad bien fundada en la ciencia de la razón dialéctica. En contraposición a la retórica que supone un conocimiento basado en conjeturas (doxa) que acaba confundiendo con su simulacro (que es una reproducción imperfecta de la razón) y del que hay que cuidarse porque a pesar de sus informalidades tiene una inquietante repercusión social.
El Fedro se constituye en una pieza ejemplar para exponer el debido discurso que por aplicación de la dialéctica alcanza las conclusiones sólidas: las palabras verdaderas están escritas en el alma, y solo son propias del dialéctico o filósofo.
IV.-
En este despliegue del mito al logos, siguiendo su derrotero podemos ver que la palabra ha tomado la torción moebiana necesaria para terminar representando una realidad muy diferente: del relato mítico, del poema homérico, a la palabra dialéctica. Surgida de la polémica política, habiendo pasado por la palabra religiosa (la del dios de justicia, la del oráculo): sea en el orden que sea, la palabra ha representado la expresión de la verdad, tanto la vía de comunicación de los dioses, como la decisión política.
Cuando terció lo escrito, amenazando con subvertir y desacoplar los engranajes y el orden dialécticos de la palabra verdadera y del verbo divino, el discurso político, el discurso filosófico y el discurso mágico religioso conforman una red, un tejido de tensiones respecto de su eficacia, utilidad y aún respecto de su sentido.
La urdimbre de este tejido se asienta en los bastidores de la razón y de la polémica (la dialéctica); las coordenadas cartesianas de los ejes “y/x” se cruzan en el vértice “cero” de la palabra.
La razón será la expresión de determinada proporcionalidad, de determinada justicia y equilibrio en las divisiones y en los repartos; una razón basada técnicamente en la matemática y en el orden geométrico que reconoce fuertes influencias de la astronomía.
En efecto, en el ámbito político, la palabra ahora recurrirá a lo escrito y tendrá la forma de la ley, y será la expresión de esa razonabilidad. Será la manera de fijar el arreglo socio-político una vez resuelta la discusión y la polémica; signarlo de tal modo que en lo sucesivo, nadie pueda desconocerlo, ni deba ser reformulado. En esta disposición, en la ley, la escritura se presta francamente para satisfacer el fin perseguido y dejar estatuida la palabra que ha sido resultado de la discusión en la que alguien ha triunfado en su esfuerzo por establecer cierto orden.
Por el contrario, para el discurso mágico religioso, signado él mismo por una tradición de la oralidad basada en la memoria, la escritura comportará una amenaza, un territorio apropiado para la falsedad, la doxa, o por lo menos, la escritura se mostrará como el ámbito de la palabra infundada sin sustento verdadero. En esta línea podemos leer la crítica del Fedro, que tanto se refiere a la oratoria como a la escritura.
Pero el tercer discurso, el filosófico, hijo legítimo, tanto del discurso mágico religioso como del discurso político, abrirá su propia brecha, haciendo propia la escritura, haciéndola hábito, como territorio de sus despliegues.
V.-
En el Fedro Platón ofrecerá un método que asegure el éxito, un método imprescindible para formular una palabra verdadera. Nos dará su versión de un verdadero arte de la palabra.
Desarrolla los principios y requisitos elementales: definición del objeto; desarrollo de las ideas; descomposición de lo complejo (método analítico, que es el modo de aprender a hablar y pensar), reconocimiento del alma del interlocutor (cuando el orador sepa adecuar su discurso a las diferentes almas “sólo entonces poseerá el arte de la palabra”); establece la diferencia entre dominar las nociones preliminares de un arte pero no el arte mismo, en tanto estas técnicas pueden representar un mero artificio que podrá referir a la verosimilitud pero nunca a la verdad.
Platón, militante de la verdad de inspiración divina, sólo reconoce legitimidad a la palabra expresada bajo el entusiasmo de la posesión divina: el furor promovido por el delirio que animan las musas, el oráculo apolíneo, los iniciados a Dionisos y el delirio del amor que es el más divino de todos.
En efecto, si uno de los protagonistas principales del diálogo es el amor, el trasfondo del diálogo aludirá alegóricamente al amor por la verdad, el amor por la sabiduría, el fundamento de la actitud filosófica.
En este contexto la controversia principal será en torno de la retórica, en cuanto se trata de una colección de técnicas que si no siguen el rigor del método dialéctico, no podrá superar una peligrosa verosimilitud.Peligrosa verosimilitud que inquieta la preocupación de Platón por la transmisión, comunicación, educación y enseñanza de la verdad.
En ese aspecto, la escritura es una expresión signada por la debilidad. Lo escrito requiere de su autor para defenderse, no responde a las preguntas, puede caer en manos ignorantes que mal interpreten la lectura y no puede adecuarse a la naturaleza del alma del interlocutor.
“El que piensa transmitir un arte consignándolo en un libro y el que cree a su vez tomarlo de éste, como si estos caracteres pudiesen darle alguna instrucción clara y sólida, me paree un gran necio; y seguramente ignora el oráculo de Ammon si piensa que un escrito pueda ser más que un medio de despertar reminiscencias en aquel que conoce ya el objeto de que en él se trata.”(Platón, Fedro)
VI.-
La escritura como toda innovación tecnológica, en sus albores es dada a la mimesis con las tecnologías que la anticiparon, sólo el devenir le dará la posibilidad de desplegarse según sus cualidades y generar un sentido diferente.
La técnica de la oralidad (heredada de un orden mítico sostenido por la memoria) se basaba en el prestigio tradicional de una autoridad legitimada por el carácter de privilegio y excepcionalidad de aquellos que estaban poseídos por los dioses y eran capaces de pronunciar una palabra verdadera.
Es manifiesto que la escritura no comparte estos rasgos de pertenencia. Ni siquiera se halla animada por la movilidad del alma: es un hacer del registro de la producción y queda estanco. Mientras la palabra verdadera está inscrita en el alma y participa por tanto de esta idoneidad: la vía de comunicación con los dioses, la inmortalidad. La palabra verdadera está vinculada a la intimidad, el proceso veritativo es íntimo, producto del trabajo del alma.
En cierto sentido, la vocación socrática por la oralidad en contra de la escritura viene concatenada con la tradición místico religiosa en cuanto al origen sobrenatural de la verdad: el hombre no produce verdad; capacitándose, ejercitándose, podrá descubrirla o interpretarla, porque la verdad es como el oráculo: es lo que fue, es y será. La verdad es de un orden sobrehumano que preexiste al hombre, y éste como hemos dicho, podrá descubrirla, interpretarla, pero nunca producirla.
Esta polémica no está ajena al juego de fuerzas y estrategias que desarrolla el poder. La memoria y la oralidad comportan la autoridad y el prestigio necesarios para sentar las bases de la sociedad. Religión y política abrevan de la tradición: la memoria que a través de la palabra trae al presente los argumentos y fundamentos que explican sobradamente la moral y la ética que el sistema platónico intenta reconstruir ante el fracaso de la Polis.
La oralidad por sí misma expone, como técnica, un sistema y orden de poder: tecnología, ingeniería, estrategias que administran y ponen en circulación las fuerzas y tensiones políticas y sociales. “Memoria y oralidad” es la industria, la usina. La máquina de sentido. Es consecuencia de determinadas condiciones de posibilidad y, a su vez, se replicará convirtiéndose ella misma en condiciones de posibilidad de determinada ideología.
“Memoria y oralidad” es la técnica de dominación: el que está legitimado para hacer uso de la palabra ejerce la autoridad en tanto es un ser de privilegio y singularidad. Esta oligarquía de la palabra hablada que supo detentar el poder en el orden mítico (del pensamiento único) querrá reivindicar su autoridad una vez que colapsó el sistema de la polis. La caída del iluminismo, y cierto desencanto, retrotraen a la palabra al discurso arcaico.
La locura, que tantos bienes nos depara según Platón, es aquello que coloca al hombre en un estado de singularidad y enajenación que como hemos señalado, devendrá en singularidad y privilegio. La palabra es pues un fenómeno de extrañación, de enajenación: cuando el ser excepcional, poseído, habla, no es el quien habla sino que es el dios. La verdad es un fenómeno divino.
Se trata pues de las tecnologías y de lo que éstas posibilitan y permiten pensar. La creación y la invención de la escritura, Prometeo y el fuego, la apropiación de una técnica capaz de producir sentido, es sospechada como agravio a la divinidad, como subversión de la ley del padre.
La reseña de la controversia entre escritura y oralidad, en la reconstrucción del escenario griego, expone en buena medida, como objeto de análisis, nuestra preocupación actual por la constitución de las diferentes subjetividades en las que se instalan y sobre las que se ejecutan las estrategias del poder.
Wednesday, May 02, 2007
Qué decimos cuando decimos revolución?
Qué deseamos cuando íntima o públicamente deseamos una revolución?
Deseamos de alguna manera una revolución?
Como los ruidos o las manchas que nuestros sentidos no identifican pero no cesan de intentar asignarle una identidad, un contenido, un sentido, la palabra revolución parece un conjunto vacío... o un agujero negro que por diferencia de masa absorbe el anhelo, la ilusión, la fantasía; sólo parecido a demandar lo imposible.
Es la expresión de un deseo o de una frustración? Es demandar libertad u orden?
Estado o anarquismo? Recuerdo a Fernando Rey en Pasqualino Sete belleza que encarnaba a un anarquista encerrado en el mismo campo de concentración, cuando se zambulle en el pozo ciego, cisterna de caldos pestilentes, manifestando: "el hombre en el desorden!!!"
Existe la utopía de la comunidad organizada? O siempre estaremos a punto de dar un próximo paso al vacío?
El liberalismo planeó albergar y pensaba, un conjunto "posible" de diferencias... en cambio el plan que hoy nos circunscribe (nos rodea e intenta inscribirnos, escribir la ley en nuestro cuerpo -prohibición de fumar, asignación de sexos, obligatoriedad de la donación de órganos-) no solo apunta en otra dirección sino que alienta desvergonzadamente a cancelar nuestra vocación por la libertad, nuestro discernimiento.
Entonces... ésta es una expresión de revolución deseada?
En todo caso es una revolución que en nada se parece a la fantasía romántica de un mundo libre, de un hombre nuevo, liberado y puesto en condiciones de expresar todo su potencial (porque mal que nos pese todo el potencial del hombre no es solo lo bueno que rescate una ética circunstancial, es también lo malo y lo desconocido, sus zonas oscuras)
Pero sin embargo en la confusión semántica, y no tanto por deseo y si por frustración, en la inercia ideológica, en el caldo de cultivo, se cocina la comunidad organizada: el stalinismo o el fascismo en cualquiera de sus formas que tiene su respaldo en el miedo y en la angustia, a la par que en el anhelo por la vocación idealista.
El sicoanálisis freudiano definió que somos esencialmente insatisfechos por frustración del deseo original... simbología bíblica... cultura judeo cristiana... y de ese modo reduce todo a un único deseo...antes de poder formularlo ya somos sujetos pasivos de un deseo frustrado.
Lamentablemente de esa manera no construimos mas que sujetos frustrados, hijos de la angustia y el miedo incapaces de producir verdaderos deseos, que solo podemos transferir hacia adelante ese vacío semántico, ese vacío desiderativo (de-sideral por lo universal) y así construimos un fantástico imposible, carente de sentido: la revolución, en donde creemos que toda nuestra angustia será redimida.(o las expresiones menores como la rebeldía, la trasgresión, el desdén y desprecio por la cultura y la educación)
Demandar lo imposible... qué es lo imposible, la libertad anarquista o el orden absoluto?
En que ámbito podremos expresar todo nuestro potencial? En el ejercicio de nuestra libertad o acotados por una legislación ominosa que haga tabla rasa con cada individuo?
La ley intentará sujetar al individuo, pero éste cada tanto podrá dejar de ser sujeto de la enunciación, de la gramática, del lenguaje, para recrear su deseo, exonerado de sus responsabilidades civiles e ideológicas.
Paradójicamente el recorrido idealista se conjuga con el compromiso político: del anhelo romántico, humanístico, al rigor y la disciplina social...
Un fenómeno psíquico, de inconciente colectivo, que en última instancia prefiere cancelar sus posibles; inhibirse, antes que animarse y poner el coraje necesario para dar forma a un deseo propio.
bah, digo... mal que les pese a los dictadores del deber ser.