Thursday, May 13, 2010

Constreñir la voluntad
I
Constreñir, al menos según la definición de la Real Academia (Obligar, precisar, compeler por fuerza a alguien a que haga y ejecute algo) no es algo muy distinto a obligar e incluso parece tener connotaciones aún más rígidas y rigurosas. Así las cosas uno debería considerar que no ha sido esa la palabra o al menos el sentido que ha querido plasmar Kant al establecer una diferencia y una particularidad en el efecto del mandato. Más allá entonces de un circunstancial problema de traducción trataré de analizar los alcances que propone Kant.

Presentar la oposición entre el mandato y las inclinaciones como un conflicto de intereses es abortar el desenvolvimiento de la razón. El obrar humano, como hecho o acto no debe quedar reducido a la eventual elección: la opción no es de ningún modo la expresión de la libertad, en todo caso, si la libertad sólo es concebida como esta facultad elemental, se deja fuera de juego el propio ejercicio de la razón. En cambio el acto es el resultado de la libertad que únicamente puede ser concebida como consecuencia de la toma de conciencia que constriñe, no a someter nuestras inclinaciones, sino a procesarlas e inscribirlas según la dialéctica de la razón en el orden de la ley, es decir del significante o del sentido.

Concebir el mandato como “prohibición” o “represión” es suponer que el mundo del hombre, lo social, es un producto enajenado del hombre, una suerte de plusvalía que le es expropiada, el resultado de su trabajo en el que ya no se reconoce, a la par que se ve tentado de alentar entonces un orden íntimo como más genuino y verdadero que la propia realidad. Por el contrario el hombre debe poder reconocerse en el mandato en tanto discurso social, resultado de su propio trabajo, no para someterse a él, sino para dar curso por su intermedio a su productividad/creatividad (poiesis) racional.

Vamos a recurrir a Hegel para servirnos de lo que en ajedrez podría ser el análisis de una posible continuación. Dice Hegel en su Filosofía del Derecho en la Sección 142 que: “la Ética es la idea de libertad, como bien viviente que tiene en sí su saber y su querer, y por medio de su obrar, su realidad, así como éste en el ser ético tiene su fundamento que es en sí y por sí y el fin motor; la Ética es el concepto de la libertad convertido en mundo existente y naturaleza de la conciencia misma.”

Sin que recurrir a Hegel implique necesariamente una línea ideológica de interpretación, me parece que en dicho párrafo queda bien formulada la cuestión: la libertad como síntesis del saber y del querer que, en tanto obrar, se constituye concretamente en el mundo existente.

Lo que hay que tener presente es que la constricción es consecuencia del obrar propio de la razón que introduce como sobredeterminación su propia crítica en tanto ejercicio de la libertad. Es decir, la constricción no es un hecho ajeno a la propia razón sino que es su propio resultado; y al mismo tiempo, no es posible, al menos lógicamente, pensar que la razón conciba, siendo ella en sí misma crítica, un momento donde quedará cancelada. La ley no está exenta de ser objeto de la crítica (o de la persuasión, como decían las Leyes en el Critón), es decir de un renovado ejercicio de la libertad.

Aunque no creo que el problema esté debidamente planteado, como si se tratara de una mera sinonimia entre constreñir y reprimir, si la ley constriñe a la libertad lo hace sólo como expresión de la propia libertad. La ley constriñe pero nunca anula la libertad sino que la obliga a la siguiente movida. Constriñe en todo caso como toda objetividad que se presenta como negación de mis posibles inclinaciones, pero sólo adquiere sentido y concepto en tanto será a su vez objeto del trabajo incesante de la libertad que no sólo ejercerá la crítica sino que se constituirá en la plataforma de lanzamiento de mis inclinaciones reformuladas según la representación de la ley.

El mandato no obliga a obedecer, el mandato es la introducción en la realidad de una sobredeterminación ejercida por la libertad, que no manda sino que provoca el reinicio de la práctica de la razón.

El objeto de la razón no son las inclinaciones sino sus propias representaciones/proposiciones y sólo sobre ellas se puede ejercer la libertad. De otro modo, sin los objetos de la razón no hay libertad posible porque quedaríamos reducidos al aturdimiento del determinismo natural.

La constricción pues, no es un mandato del orden de la determinación absoluta, sino el disparador de la dialéctica de la razón: si la hay, la única orden subyacente que verdaderamente constriñe según al definición de la Real Academia, podría formularse como el imperativo a someter el quehacer humano al ejercicio de la razón, esto es, inscribir la síntesis del saber y el querer en el orden del significante. Es esta certeza de sí mismo (reconocerse en la identidad con esa síntesis) lo que refunda incesantemente la libertad y el ejercicio de la razón.

II
Por otra parte Kant deja insistentemente en claro que ninguna experiencia puede dar lugar a inferir leyes apodícticas: “tampoco se podría hacer a la moralidad más flaco servicio que si se quisiese tomarla prestada de ejemplos.”[1] (…) “todos los conceptos morales tienen su sede y origen completamente a priori en la razón, y, por cierto, en la razón humana más ordinaria tanto como las más especulativa en grado sumo; que no pueden ser abstraídos de un conocimiento empírico y, por ello, meramente contingente.”[2]

En efecto parece que toda interpretación de la fundamentación kantiana tiende a recaer en la consideración de las leyes particulares como si fueran aquella de contenido apodíctico y a partir de ello reprocharle cierta inconsistencia sin tener en consideración que dichas leyes de contenido práctico, particular y contingente son ellas mismas la formalización de una inclinación contingente y de ninguna manera un ejemplo del imperativo categórico; lo que en cierto sentido viene a plantear la necesidad de una justificación filosófica que supere la instancia de un discurso vulgar.

Asimismo no habría que perder de vista que de las propias inclinaciones sólo se adquiere conciencia en tanto son formuladas en cierto orden simbólico, de modo que la dialéctica entre el orden natural y el de la razón ya está inscrita en el orden de la propia razón en tanto dichas contingencias suelen o tienden a ser reconocidas como derechos. Pretender que las inclinaciones estarían en una posición determinante, como que la razón es esclava de las pasiones, significa negar que estas pasiones desde que están reconocidas están ya formuladas en un orden (simbólico) de significación; o en todo caso negarle a la voluntad, en tanto razón práctica, toda entidad y eficacia en la construcción del mundo del hombre.

Kant de todas maneras confronta el orden necesario de la razón con las contingencias subjetivas y señala que existe un orden en el que la voluntad no actúa conforme a la razón, pero justamente allí es donde se pone de manifiesto que la obediencia de esta voluntad no se debe dar necesariamente.

Es posible que el propio Kant haya cedido terreno al tolerar cierta permeabilidad en el análisis y permitir que el imperativo categórico fuera ponderado a la luz de consideraciones vinculadas a contenidos contingentes de determinadas leyes objetivas. La institución de la ley penal, por ejemplo, puede pretender arrogarse la fuerza coercitiva y la justificación de la razón pura pero no hay que perder de vista que, por el contrario, el imperativo categórico no requiere nunca del ejercicio de la violencia que detenta el Estado para sostener la aplicación de las leyes objetivas.
Visto de otro modo, el único imperativo categórico es la inscripción en el orden simbólico de la ley del significante ajeno a todo contenido que pudiera referirse a cuestiones supuestamente determinadas por las pasiones. En última instancia esta sumisión a las inclinaciones lejos de instituir la preeminencia de cierta subjetividad o la reivindicación de ciertos derechos particulares, estaría condenando a la individualidad a la falta total de discernimiento y voluntad.

“Finalmente hay un imperativo, que sin poner por fundamento como condición cualquier otro propósito que alcanzar por una cierta conducta, manda esta conducta inmediatamente. Este imperativo es categórico. No atañe a la materia de la acción y a lo que se sigue de ella, sino a la forma y al principio de donde ella misma se sigue.”[3] Esta autorreferencialidad del imperativo categórico solo manda a que la razón se confronte a sí misma; el imperativo categórico manda al ejercicio de la libertad que se introduce en la práctica crítica.

[1] Kant, Immanuel; “Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres”, Editorial Ariel, S.A. Barcelona, pg 147.
[2] Idem; pg 153.
[3] Idem, pg 163
El indeterminismo de Hume
El pensamiento de Hume es abismal y por lo tanto insoportable (en el sentido que no tiene soporte). El escepticismo puede ser interpretado como nihilismo, pero como ejercicio metódico es necesario para el análisis, y una vez que expone las debilidades de los presupuestos que critica, propone el desafío de enfrentar el abismo de lo indeterminado. Hume no acepta estar obligado a optar por las polaridades que determinaron las discusiones escolásticas, considera que ambas conducen a errores.
El hombre no es un misterio ante el que fallan las teorías que no saben develarlo. Hume propone un hombre resultado de la interacción entre las afecciones y el entendimiento que se renueva incesantemente después de cada síntesis.
Preferiría considerar la teoría de Hume como un síntoma de la época. Compelido, según la impronta “científica”, a rever el contenido y los fundamentos del conocimiento escolástico tradicional, el análisis de Hume parece arribar a un extremo escéptico del que no queda exceptuado no sólo el ámbito metafísico sino la propia ciencia “newtoniana” fuertemente determinada por el principio determinista de la causalidad.
Hume llega al límite del pensamiento, uno podría decir que deja tácita la pregunta por la interdicción planteada por Parménides: que no se puede pensar el no ser. En efecto, Hume encarna un análisis dialéctico (si se quiere algo estilísticamente desordenado) que por la propia fuerza del análisis deja sin fundamento tanto a la ciencia como a la metafísica. Al no poder resolver el problema de la inducción más que negativamente se abre la posibilidad de la creatividad conjetural e hipotética. Interpretar creativamente las relaciones implica abrirse a las combinaciones y emanciparse del condicionamiento estricto de la ley natural.
Esta es la apertura de la mente del hombre que debe arriesgar sus hipótesis interpretativas para sobreponerse al mundo con un plus de creatividad dado por la inteligencia como herramienta no de desciframiento y explicación sino de creación.
A pesar, o justamente por su vocación analítica Hume pone en crítica la teoría newtoniana; la vocación científica sumada al análisis filosófico arroja sospecha sobre la construcción determinista de la física. El racionalismo no debería conducir a ninguna necesariedad, la crítica de Hume no es irracional, por el contrario es el ejercicio de la introducción de una escisión a partir de la libertad del pensamiento.
En este sentido la conjetura no necesariamente explica el mundo; la conjetura es la elaboración de un posible: el hombre no sobrevive gracias a su entendimiento del mundo sino gracias a sus artificios, no por aproximarse a la verdad sino por concebirla y producirla inteligente y racionalmente.
Ni la ciencia ni la metafísica que tiene ante si Hume dan respuestas, una y otra conducen a errores, pero esta crítica no es la última palabra, no es el escepticismo que eventualmente pudiera conducir a algún idealismo, sino que nos obliga al próximo paso racional e inteligente.
El hábito, tanto en ciencia como en metafísica, conduce a un comportamiento irreflexivo, a un determinismo que lejos de las certezas produce errores. Sin la crítica de Hume quizás no habría ni relatividad ni física cuántica.
Hume se enfrenta a los fundamentalismos que ofrecen una explicación del mundo, no puede admitir ninguna continuidad y deja abierta la necesidad de formulación de teorías por ruptura.
El escepticismo pretende eliminar el carácter de certidumbre que el sentido común (aquella cosa que según Descartes se hallaba mejor repartida) consideraba como fundamento del conocimiento, luego certeza y conocimiento ya no son lo mismo.
Por su parte la crisis pirrónica no implica un reconocimiento de límites; el infinito no es un límite pero si probablemente una amenaza en tiempos en que se trata de imponer entre el absolutismo y la constitución de los estados formas de gobierno que constituyan bases sólidas (bien fundamentadas y deterministas) y constrictivas de la voluntad del hombre, preocupadas por establecer un orden. Y en este contexto, aún vigente, es probable que la teoría de Hume resulte disonante. De qué manera conoce el hombre es determinante para resolver la cuestión política Si el pensamiento hubiera sido verdaderamente estimulado a vencer los “límites” hubiera comprendido las implicancias del infinito no como disvalor sino como un desafío. La noción de infinito no connota límite alguno, por el contrario nos expone a un vértigo: el escepticismo no es más que la constatación de que determinado tipo de conocimiento es fallido en su pretensión de certeza pero Hume no suspende el juicio, por el contrario despliega una explícita crítica.
Para Kant, Hume es un escéptico porque no reconoce conexiones necesarias, pero justamente esta observación hará necesario pensar que dichas conexiones son impuestas por el hombre y no están solo dadas por dios o por la naturaleza. En defensa del “escepticismo” de Hume sólo reitero que dicho escepticismo no es conclusivo, sino que es aperturista. Sin dicho escepticismo es imposible hacer la crítica que ensaya Hume dejando planteada para siempre la incógnita respecto de todo determinismo. Justamente Hume despliega sus juicios como resultado sintético del juego dialéctico entre las afecciones y el entendimiento y en cierto sentido Kant se debería reconocer antes que nada deudor de estas hipótesis.
Quizás sea cierto que a Hume le faltó reconocer la necesariedad de una ciencia formal, como esquema simbolizante de la naturaleza humana, pero creo que el esfuerzo de Hume es de por sí válido para dejarle a Kant la vía allanada para pensar en ese sentido. De otra manera, ni la ciencia newtoniana ni la metafisica escolástica podían permitir, mucho menos, semejante propuesta.
En consecuencia, deberíamos considerar la imaginación como trabajo superador (superar lo dado, las afecciones, como extensión de los límites del conocimiento, el conocimiento como resultado del trabajo de la fantasía) no es una negación del conocimiento: el conocimiento existe como trabajo de la imaginación. La asociación de ideas podría ser pensada como combinatoria: el espíritu construye un lenguaje que usa como significantes las afecciones, cuyos referentes y significados no son el objeto externo, sino sus propias construcciones: la imaginación produce hipótesis y conjeturas (ideas complejas).
No hay ciencia de la naturaleza que no sea observación de sus efectos en el espíritu. Como tampoco hay ciencia posible a partir de un espíritu solipsista. El trabajo de Hume contempla esta dialéctica y denuncia el fracaso de cualquier intento unívoco. En Hume coexisten dos puntos de vista: la pasión y el entendimiento, y la crítica apunta a denunciar la imposibilidad de constituir una ciencia si no se basa en el objeto como efecto, como el resultado de la interacción entre las pasiones y el entendimiento que una vez relacionados ya no son la misma cosa. Cuál es el objeto de Hume? El hecho es aquello que constituye al sujeto cuando afirma un juicio superador de la idea, de lo dado. Sumado a que este producto no puede ser causa de ninguna afección, que no se constituye en idea, el hombre no tiene idea de si mismo, un si mismo que además es un efecto que se renueva y cambia con cada nueva síntesis.