Tuesday, October 04, 2011

Una reflexión (irreverente) sobre el arte


Una reflexión sobre el arte supone en gran medida una reflexión cosmológica, es decir, por un lado postular algún criterio con el que sistematizar la mirada y por otro enfrentar la totalidad del mundo según reglas que lo organizan: si el mundo aparece organizado según un orden mecanicista u organicista siempre es posible sospechar o intuir algún plan, cierta teleología como carácter inmanente al orden. El orden, la mirada cosmológico-estetizante aparece como el primer obstáculo epistemológico por lo menos en el sentido que el hombre suele adjudicar la realización de dicho orden a la práctica de una inteligencia o razones de orden superior y que necesariamente conlleva cierta finalidad. 
En este sentido las expectativas estéticas, o el criterio para sistematizar la mirada, parecen estar presentes como un imperativo atávico de todo sistema natural. Es abundante la ejemplificación del comportamiento animal en cuanto a la disposición para el apareamiento sexual y aún en aquellas especies que lo tienen en su programa genético, la disposición a la construcción de nidos. La naturaleza  parece dar muestras, a la mirada del hombre, de una tendencia a armonizar con formas ordenadas y el hombre, no sólo ha “heredado” en su programa genético el comportamiento estético que responde en ese sentido, sino también la voluntad de aplicar ese orden estético (cosmético) como armonía para interpretar el mundo y todo su quehacer. Si pensamos en cosmos como orden pero también como raíz de la palabra cosmética podemos animarnos a decir que el maquillaje apunta a poner en orden aquello que se presenta  contrario a las expectativas estéticas, es decir contrario a toda interpretación coherente con una finalidad y un sentido.
Así pues la estética en una primera aproximación se nos presenta como un criterio para el comportamiento, una suerte de racionalidad primera que administra tanto nuestra interpretación (mirada) del mundo como nuestros modos de participar y ser reconocidos en él.
Semejante aparato, tal cual lo advirtieron los griegos, no podía ser desoído a la hora de plantear las cuestiones políticas Así lo vieron y definieron el cosmos como orden y lo tomaron como modelo a replicar. Si las esferas celestes giraban en circunferencias, el círculo era un modelo de perfección y todo debía apuntar a dicha perfección. El ágora se planteaba como el epicentro de un círculo virtuoso y con ello sostenían estéticamente sus principios democráticos.
Ahora bien, a este principio estético se le suman las prácticas y habilidades del hombre, naturalmente regidas por el mismo principio; quiero decir: el hombre no deja librado su hacer a realizaciones que no estén sujetas a este principio. Aún estamos lejos de un criterio estético que apunte al placer como satisfacción de nuestros deseos.
Vimos entonces que el orden estético forma parte del orden político y vimos también que existen también ciertas habilidades del artificio humano regidas por la expectativa estética: esta cópula da nacimiento al arte.
El poder político se ilumina con las imágenes que hace producir. A la estética geométrica del ágora (pirámides y templos) se le suma la estética de las imágenes, el poder hace uso de las habilidades como medio de propaganda, una suerte de medio masivo avant la lettre. El matrimonio entre poder y arte se desplegará hasta que el poder encuentre otros medios  con los que escenificar y representar su omnipresencia (la imprenta, la radio, la T.V, el cine y por qué no las ciencias duras que también responden a principios estéticos-cosméticos que suelen travestirse en las matemáticas) y relegará al arte a la categoría de industria. Industria que por otra parte no deja de replicar los modos de producción y por ende sigue siendo un disparador ideológico como dispositivo de sujeción.
Con esta rápida observación intentamos llegar al momento actual en que el arte ya no es al menos en la medida que supo serlo, una herramienta explícita de propaganda del poder, sino que se muestra como una maquinaria que sólo replica su propio funcionamiento… un sistema autorregulado (por el principio estético-cósmico) que produce estructuras semánticas disipatorias, alternativas, pero que en el contexto de producción capitalista es sólo capaz de expresar la alienación del artista-trabajador.
Está a la vista que la suerte de un artista no va de la mano con su éxito o fama, su producto es ajeno a sus propias intenciones y de lo único que puede dar fe el artista es de su sufrimiento.
Desde luego que el hombre continúa con sus manifestaciones estéticas. Incluso se ha hecho del “arte” una industria muy productiva, sin duda sin jugar el papel protagónico de antaño aún es capaz de ser utilizado como medio expresivo de programas de disciplinamiento en general.
Hay quienes cifran esperanzas en cierta racionalidad artística, como si el artista fuera una vanguardia que dirime cuestiones semánticas en los confines del mundo conocido, que es un adelantado, un visionario capaz de proponer teorías o denunciar lo callado… La posibilidad de aspirar a una racionalidad artística, una sublimación que escape a la represión no parece más que una ilusión que difiere nuestras penurias a futuros prometidos. El placer, emergente residual de la actividad artística, postulado como fin en sí mismo, supone un conflicto que pone en crisis la economía libidinal del hombre, supone un gasto extra de energía sin razones aparentes que lo justifiquen, un desvío subliminal que re reinvierte en el consumo de formas mercantilizadas.
Pero, en síntesis, podemos decir que la estética es una cuestión que nos remite a cuestiones de orden. Estas cuestiones de orden convergieron en las construcciones del poder y dieron lugar al arte. Cuando el arte dejó de ser la herramienta por excelencia de la difusión y propaganda del poder, el artista sin embargo continuó con su quehacer pero ya no hace sino replicar las formas de producción que explicitan la explotación, la alienación y el sufrimiento.